domingo, 25 de enero de 2009

De mayor quiero ser como Berlín (II)

Me serené durante unos minutos. Retando al frío me quité el guante de la mano izquierda y saqué uno de mis cigarrillos. En la primera calada me topé de bruces con otro episodio de la Historia: el muro.
No sabría decir si lo que allí vi era o no lo que me esperaba, pero de lo que sí estoy segura es de que de nuevo volví a sentir una sensación de frío que iba más allá de las gélidas temperaturas que azotaban Berlín.
El hormigón recorría varios centenares de metros, y a pesar de los graffittis y de los pequeños agujeros que no habían soportado el paso del tiempo, pude experimentar otra regresión. Allí estaba yo, justo en el centro de lo que un día había separado a las dos Europas. Había llegado al epicentro de la Guerra Fría, y como si fuera otra más de las muchas atracciones turísticas, la gente se afanaba en disparar los flashes hacia los los puntos de paso entre el este y el oeste.
Allí estaban los entrañables estudiantes de interpretación jugando a ser los soldados rusos y americanos que sellaban los pasaportes de todos aquellos que por allí pasaban. Ese panorama me hizo olvidar por un instante lo que los berlineses habían sufrido durante casi treinta años, pero de nuevo volví a caer en la cuenta de que aquello no era un circo, era Historia, Historia viva para casi todos los allí presentes.
Y quise recorrer cada pedacito de muro que había resistido al tiempo y a la Historia, y cuando descubrí el más de kilómetro y medio de muro que había sido convertido en la East Side Gallery no pude por menos que presentar mis respetos a toda aquella gente que se dejó la vida en el este buscando sus sueños al otro lado del muro.
Aquel inmenso mural de hormigón había servido de lienzo a la libertad y había grabado para el recuerdo las imágenes de lo que para muchos fue el día más feliz de su vida. El muro había caído.
Yo también estaba feliz, aunque me pareció que Berlín había pagado un precio demasiado alto a la Historia.
Otro café en un Starbucks fue suficiente para volver al mundo en el que me ha tocado vivir. La oportunidad de ver la capital como hoy se presenta ante el mundo me la servían en bandeja.
Esta vez el paseo fue más superficial, sin regresiones ni grandes emociones. El modernismo se respiraba en las calles y en los edificios importantes. Incluso el antiguo Reichstag culminaba en una cúpula de cristal imposible.
Berlín había resurgido de sus cenizas, tanto que se ha convertido en una de las ciudades más cosmopolitas y modernas, y sin embargo, sigue conservando su esencia, su olor, porque los berlineses no están dispuestos a que su historia, por muy cruel que haya sido, se olvide. Gracias a ellos Berlín huele a Historia.
Y por eso, de mayor quiero ser como Berlín, quiero hacerme a mí misma, aprender de mis errores, elogiar al que me supere, llenarme de espíritu joven pero no olvidarme de quien soy, porque yo también quiero oler a Historia.

Y porque no hay nada mejor que un pedazo de Historia bien vivida, bien sentida y bien contada,

Na zdraví por la Historia -con mayúscula-.

sábado, 24 de enero de 2009

De mayor quiero ser como Berlín (I)

Cerré los ojos y cuando los volví a abrir había retrocedido unos cuantos años atrás. Ante mí la puerta de Brandenburgo, el antiguo Reichstag y un pedacito de muro que un día separó la Historia de un mismo pueblo.
Quería pasear por las calles de Berlín, por las calles de la Historia más reciente... más reciente y congelada, porque aquel día la capital alemana estaba congelada.
Un café bien cargado y el humo de mi cigarro sería suficiente para afrontar una buena ración de Historia a temperaturas bajo cero.
Crucé la puerta alemana por antonomasia y en pocos minutos me había adentrado en la Alemania Nazi de los años años treinta. Bajo los arcos retumbó en mi cabeza el eco de lo que un día fueron los pasos firmes y belicosos de los soldados nazionalsocialistas, que, cual preludio, alertaban a la ciudad de su protagonismo en varias páginas que la Historia había reservado al mundo.
Enseguida, lo que parecía que sería un Imperio de mil años se fue diluyendo en imágenes que se antojaban dolorosas. Y de pronto, se alzaba ante mí un inmenso mar de bloques de hormigón dispuestos en forma laberíntica. Entonces surgió en mí el horror y la angustia, me dio la sensación de que la muerte había construido ese lugar. Y no era para menos, Berlín representaba la tumba improvisada de millones de personas durante la II Guerra.
Por un instante me sentí ahogada en aquel mar cada vez más profundo, y por si fuera poco, las temperaturas gélidas de la ciudad esa mañana, contribuían a darle más realismo a mi curioso retroceso histórico.
También el antiguo Reichstag, el actual Bundenstag Alemán, que ese día estaba rodeado de una pista helada, se desvirtuó ligeramente para mostrarme las llamas que lo devoraron poco después de que Hitler asumiera el poder.
Y eso mismo me ocurrió con cada lugar con el que la Historia se había cebado: la plaza donde tantos libros quemaron los nazis, el búnker del Führer o incluso la embajada suiza, prácticamente el único edificio que no fue bombardeado durante la contienda.
A pocos minutos de allí se alzaban un montón de piedras que me atrevería a calificarlas de únicas. En el corazón de la derrota se erigía un monumento conmemorativo a los vencedores. Era la primera vez que comprendía el verdadero significado de la expresión "saber perder".
Me pareció entonces que la Guerra había acabado.

viernes, 23 de enero de 2009

Mejor en Martes y Trece

Ha pasado ya más de un mes desde la última vez que publiqué un post. Aquel día me faltaban unas horas para aterrizar en Madrid, y ahora, sin embargo, hace más de una semana que aterricé en Praga. Ni siquiera había llegado a Brno y ya me sentía en casa.
Elegí volar un martes y trece, y con Iberia, para más inri. Hacía una semana que la huelga encubierta de los pilotos estaba dejando un tierra a centenares de pasajeros y el temporal azotaba con fuerza la Península y el resto de Europa, pero yo quería volar un martes y trece.
Once horas antes de que mi vuelo partiera de Barajas empezó a nevar en Valladolid. Eran las cuatro de la madrugada. Por momentos me pareció que el martes y trece iba a pasarme factura. La famosa superstición me había retado. Y no era para menos, porque dos horas después mi barrio era una pista de patinaje donde los coches se deslizan por cuentagotas.
Empieza el juego. A las ocho y media debía partir hacia Madrid en el Ave. La astucia de mi madre, que llamó un taxi con más de hora y media de adelanto, permitió que llegáramos a tiempo a coger el tren. Primera prueba superada, ya había ganado la primera partida.
Una hora más tarde estaba en Madrid. Parecía que la fatídica fecha se había rendido ante mí, porque en la capital de España ya no nevaba... no nevaba hasta que llegué a Barajas. Comenzaba la segunda partida. Eran las once de la mañana y aún tenía que esperar cuatro horas para que saliera mi vuelo, pero si todo seguía así, lo más probable iba a ser que el aeropuerto se colapsara.
No me gusta rezar, pero creo que alguna especie de oración salió de mis labios... no me agradaba la idea de pasar unos días de vacaciones en Barajas. Los medios de comunicación, cómo no, estaban preparados para cualquier contratiempo que surgiera en el aeropuerto, es más, me atrevería a decir que la mayoría buscaba a los pasajeros del par de vuelos que habían cancelado durante toda la mañana en la T4. -Es lo que tienen los medios, que a veces nos hacen ver noticias donde no las hay, pero eso es una guerra de la que hablaré otro día, porque como futura periodista, también estaré obligada a "crear morbo".-
En fin, la T4 estuvo muy tranquila durante toda la mañana, con un par de cancelaciones sin mucha importancia. Lo único que podía hacerme perder el reto era la nieve, pero parecía que los problemas con el temporal no iban a ser muy serios.
Llegó la hora de facturar, y lo hice sin problemas, aunque con algún kilo de sobrepeso. El vuelo iba a salir, ahora solo quedaba que lo hiciera a su hora, porque si no, iba a perder mi enlace con el autobús del aeropuerto de Praga a Brno. Si perdía ese autobús tenía que hacer noche en Praga, y con las temperaturas gélidas que cubren con un manto helado la capital de Europa durante este semestre, lo que menos me apetecía era buscar un lugar donde pasar la noche.
Pero todos mis quebraderos de cabeza desaparecieron de un plumazo cuando embarcamos en la aeronave con una puntualidad británica. Parecía que todo iba a salir como en ningún momento había imaginado: Bien.
Llegué a Praga a la hora convenida y llegué a tiempo a coger el autobus que me llevaba desde el aeropuerto a la estación de autobuses. Ahora tenía que esperar 45 minutos a que saliera mi autobús con destino Brno soportando temperaturas que cortaban el aire. Me dio la impresión de que el martes y trece tenía un as guardado en la manga y quería dejarme morir de frío.
Media hora antes de que saliera mi autobús, llegó otro que también se dirigía a Brno. Yo sabía que era muy difícil que hubiera alguna plaza libre en este bus, ya que los billetes de la Student Agency se agotan con bastante antelación... pero tenía que intentarlo porque un minuto más allí quieta hubiera dejado de sentir -y de existir-.
Había una plaza libre, una asiento para mí, y un billete que me iban a cambiar sin pagar penalización alguna. La partida estaba más que ganada y llegué a mi añorada casa de Brno media hora antes de lo previsto...
Por eso, si antes no era supersticiosa, ahora puede que sí, porque el martes y trece, al menos por esta vez, se convirtió en mi día de buena suerte, y es que lo que parecía que iba a salir como nunca había imaginado, es decir, bien, salió más que bien.

Na zdraví por los no supersticiosos.